Opinión | Pasado a limpio

Los hombres volverán a ser hermanos

Desde su estreno, el Himno a la Alegría ha despertado pasiones que, en ocasiones, cuesta entender

Estatua de Beethoven.

Estatua de Beethoven. / EFE

Se cumple este año el segundo centenario del estreno de la Novena Sinfonía de Beethoven y no viene mal cambiar la música dodecafónica y atonal que resuena en los mass media por algo más clásico.

Denominamos clásica a la obra de arte que se ajusta al canon, pero si cambiamos el precepto, tendremos un clasicismo opuesto. Si has reconocido, amigo lector, el verso del Himno a la Alegría en la versión de Miguel Ríos, te preguntarás qué tiene que ver el genio de Bonn en todo esto. En la composición musical fue el primer romántico y el último clásico. La Novena Sinfonía rompe el esquema de la música sinfónica introduciendo el coro ¡Y vive Dios, qué coro! Interpreta la Oda a la Alegría de Friederich Schiller, precursor del Romanticismo alemán, junto a Goethe los más grandes dramaturgos germanos.

Desde su juventud, Beethoven participó de una generación que tuvo por bandera los ideales revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad, que tomaron cuerpo en la Revolución francesa. Conocido como ‘Sturm und Drang’ (Tormenta e ímpetu), el movimiento artístico participaba de este espíritu antes del 14 de julio de 1789 y el asalto a la Bastilla parisina. Así pues, podemos colegir que aquellos ideales revolucionarios no solo fueron fruto de una rebelión localizada, sino que recorrieron toda Europa, cual viento que limpia el hedor de ‘l’Ancien Régime’ (excepto en Versalles, donde todo eran fiestas y flores).

La Oda a la Alegría se publica tres años antes del asalto a la Bastilla. Beethoven era un joven adolescente nada ajeno a este ímpetu renovador. El ascenso al poder del mal apodado ‘Pequeño Corso’ (que no era tan pequeño como los británicos quisieron hacernos creer), supuso para su generación una clara señal del cambio que se gestaba en el Viejo Continente. Su Tercera Sinfonía se iba a dedicar a Bonaparte, pero cuando Napoleón se hizo coronar emperador, traicionando sin duda el espíritu revolucionario, el joven Ludwig cambia la dedicatoria por ‘Heroica’.

Es la Novena Sinfonía la obra de un hombre ya en su declive físico. Estaba completamente sordo cuando la compuso. Aun así, es considerada su testamento artístico, pleno aún de su vitalidad genial. El día de su estreno, tomó la batuta como director formal de la orquesta, aunque respaldado por Michael Umlauf en la sombra. Los aplausos irrumpieron en mitad del ‘scherzo’ mientras Beethoven seguía agitando las manos. La contralto Cristina Unger, acercándose al maestro, le hizo girar la cabeza para ver la ovación del auditorio.

Sabrás, lector, que la versión instrumental del cuarto movimiento es el himno de la UE, que prescinde de los versos de Schiller por extrañas componendas lingüísticas. Curioso, porque desde su estreno, el Himno a la Alegría ha despertado pasiones que, en ocasiones, cuesta entender.

En La Consagración de la Primavera, Alejo Carpentier recuerda a un grupo de soldados alemanes, prisioneros de los aliados en la II Guerra Mundial, que cantaban emocionados los versos de Schiller. Mas, ¿cómo era posible que entonaran un canto de fraternidad universal, de amor a la humanidad, quienes fueron autores de los peores crímenes? Debemos recordar que el Himno a la Alegría se había interpretado en la celebración de un cumpleaños del Führer. El pueblo alemán sin excepción tenía auténtica devoción, pasión por esta pieza, que también fue interpretada en la proclamación de la República en España o en un conocido concierto de Pablo Casals en apoyo de esta cuando estalló la Guerra Civil.

Es paradójico que el himno despertara pasiones en pueblos y creencias tan dispares como la genocida Rodesia o los grupos de resistencia contra la dictadura de Pinochet. Conocemos a ciencia cierta los ideales de Schiller y de Beethoven: «Todos los hombres volverán a ser hermanos / allí donde tus suaves alas se posan». También sabemos que la Oda a la Alegría estaba dedicada originariamente a la libertad, pero que la censura no permitía semejante dislate. La conclusión está en tu tejado, amigo lector.

Dedico este artículo a Isabel D. Ayuso, pues si nos considerara hermanos, sería notable mi mejora crematística y no soliviantaría mi fraternal privilegio saber que los habitantes de la Cañada Real no carecerían del suministro de luz y agua.

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