Opinión | Dulce jueves

Puede pasar aquí

Incluso los líderes que pretenden actuar desde el lado del bien pueden destruir la democracia

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard

Un demagogo populista se presenta a las elecciones, y quizá las gana, prometiendo poner fin a un sistema corrupto, rescatar a la nación de su decadencia y devolverle su esencia perdida o su grandeza. Nos empieza a sonar hoy familiar y nada remota esta historia en Europa con el avance de la ultraderecha. Quizá porque Estados Unidos nunca cayó en la tentación autoritaria, sus novelistas lo imaginaron. Si leemos hoy esas novelas, sus protagonistas nos parecen modelos de líderes que tenemos muy cerca.

El mejor título lo puso Sinclair Lewis en los años treinta, Eso no puede pasar aquí. Lo que no podía pasar era un fascismo basado en la violencia, la xenofobia, el nacionalismo y la manipulación de las masas. Un líder sin partido de retórica incendiaria gana las elecciones y destruye la democracia desde dentro con tácticas populistas que explotan el miedo y el resentimiento de las clases desfavorecidas. «El poder no necesita excusas» es su lema. En aquel tiempo, todavía resultaba verosímil que un periodista simbolizara la resistencia de los ciudadanos en nombre de la libertad frente al líder, presunta voz del pueblo, aprendiz de dictador, maestro de ideas idiotas.

En La conjura contra América el héroe del lado oscuro es Charles Lindbergh, el aviador con simpatías pro-nazis que aprovecha su inmensa popularidad para disputarle los votos a Roosevelt en 1940. Philip Roth imagina qué hubiera sido de su país de haber ganado. La lección para el presente es el peligro del culto a la personalidad de líderes carismáticos que se rodean de mediocres dispuestos a aplaudir y jalear cualquier palabra que salga de su boca.

La novela que yo prefiero es Todos los hombres del rey, de Robert Penn Warren. Me parece la más compleja por la forma en que profundiza sobre las pasiones que están detrás de comportamientos humanos que el poder desata, da igual que estemos en democracia o dictadura, lo que nos recuerda la fragilidad de cualquier sistema. Una vez más, el líder es un político populista que va ganando apoyos con la promesa de luchar contra la corrupción y ayudar a los pobres. Sin embargo, al conquistar el poder, se convierte en un líder autoritario para quien el fin justifica los medios. Junto a su inseparable asesor de comunicación que le susurra en la sombra («¡Hazles reír, hazles llorar, despierta su interés, no importa cómo ni acerca de qué. Diles lo primero que se te ocurra, di cualquier cosa, pero no intentes conseguir que piensen!»), el chapoteo en el fango, sin límites éticos ni legales, muestra cómo el poder absoluto corrompe absolutamente. Aparte de lo del fango y de la responsabilidad de los asesores de comunicación, esta historia nos hace reflexionar sobre algo que nos pilla de cerca. Incluso los líderes que pretenden actuar desde el lado del bien o, como se dice ahora, desde el lado correcto de la historia, pueden destruir la democracia y los principios sobre los que se basa una sociedad libre.

Todas estas historias sirven como advertencia sobre la fragilidad de las democracias y la necesidad de una ciudadanía vigilante y comprometida para protegerlas de líderes que prometen el cielo mientras nos hacen caminar ya hacia el infierno. Solo la conservación del espíritu crítico con el poder nos mantiene a salvo.

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