Opinión | El castillete

¿Dónde está la izquierda?

Es ahora, al borde de unas elecciones europeas y tras los sonoros fracasos en las vascas y catalanas, cuando la izquierda parece haberse plantado

Pedro Sánchez junto a Yolanda Díaz.

Pedro Sánchez junto a Yolanda Díaz. / EFE/ Emilio Naranjo

Ana es una mujer de 28 años que desde hace cuatro es profesora de Secundaria. Cuando sacó la plaza se hipotecó con un piso de 80 metros y compró un vehículo de segunda mano. En ese tiempo más o menos llegaba a fin de mes, pero a partir de 2022 tienen que ayudarla sus padres porque, mientras que desde que es funcionaria su sueldo ha subido un 7,5%, la cesta de la compra lo ha hecho en un 38% y la cuota de su préstamo hipotecario se ha incrementado en casi 300 euros

Peor lo tiene Andrés, de la misma edad, trabajador de la hostelería, con unos ingresos de 1.250 euros netos por un contrato de 8 horas de trabajo, aunque en realidad echa 10. Se plantea emanciparse, pero lo único que ha conseguido es la habitación de un piso compartido con dos amigos por la que paga 500 euros, de modo que para sobrevivir en su nueva situación también necesita que sus progenitores le echen una mano.

Pedro acaba de adquirir la condición de sexagenario, y es un hombre de izquierdas sin partido que se politizó al calor de los movimientos contra la OTAN a principios de los 80. Ahora no entiende cómo un Gobierno progresista, sin apenas distinción entre los dos socios que lo integran, apuesta por la OTAN, por seguir atizando la guerra de Ucrania y por el aumento del gasto militar. Lamenta, también, que la posición del Ejecutivo respecto de Israel sea muy tibia en relación con la gravedad de los hechos que protagoniza el estado sionista.

Ana, Andrés y Pedro son votantes de partidos que, desde el Gobierno o desde el Parlamento, sostienen al Gobierno de Sánchez. Y entienden a Antonio Maíllo, flamante coordinador general de IU, cuando asegura que la estabilidad de aquel es ‘sagrada’, en el sentido de que la alternativa al mismo, en las actuales circunstancias, es ese pozo negro de la alianza reaccionaria PP-Vox. Pero han perdido la fe en una coalición gubernamental que no ha impedido que sus condiciones de vida se deterioren a pesar del crecimiento de la economía y del empleo que se han producido en este período. En un reciente artículo, Alberto Garzón, quizá por sentirse liberado de las servidumbres que acarrean las responsabilidades que hasta hace poco detentaba, escribía que «sin política de vivienda, el gobierno tiene los días contados». Es decir, para la gente lo que es sagrado es disponer de un salario suficiente, una vivienda asequible y unos servicios públicos que funcionen. La estabilidad de un gobierno, sobre todo si se reclama progresista, está siempre garantizada a partir del cumplimiento de esas prescripciones, y no (salvo entre la gente más politizada) por el riesgo que pudiera entrañar su desestabilización y sustitución por otro portador de un peligroso proyecto.

Maíllo asegura querer evitar la ‘italianización’ de la izquierda española, es decir, su desnaturalización y desaparición de facto, tal como ocurrió en la tercera economía del euro. A mi entender, y retomando el texto de Garzón en el que afirma que «no intervenir en el problema de la vivienda sería no comparecer políticamente», creo que esa incomparecencia se viene produciendo en este país no mucho después de que Pablo Iglesias y Yolanda Díaz decidieran ligar su suerte a la de Sánchez.

Efectivamente, el PSOE no cumplió con el acuerdo que suscribió con Unidas Podemos en 2019 ni cumple con el que el año pasado firmó con Sumar. Estas dos últimas organizaciones, a lo largo de estos cinco años, se instalaron en una autocomplacencia generada tanto por medidas indudablemente positivas (subida del salario mínimo y creación de más empleo estable) como por la evolución de la macroeconomía en términos de crecimiento del PIB, muy por encima de la media europea. Pero en ese escenario irrumpía con fuerza, subrepticia pero contundentemente, el crecimiento de la desigualdad, con el consiguiente empobrecimiento de la mayoría trabajadora, el agravamiento del problema de la vivienda y el deterioro de la sanidad pública. Y la izquierda no estaba impugnando este estado de cosas: no comparecía. A lo sumo, esbozaba alguna crítica que quedaba subsumida en la obligada solidaridad que se impone en el seno del Consejo de Ministros y Ministras. Cuando no asumía, como en el caso de la guerra de Ucrania y la cuestión de la OTAN, las tesis atlantistas y belicistas de los socialistas, que también, y en otro orden de cosas, se han olvidado de aplicar el 15% del impuesto de sociedades al resultado contable de las grandes empresas, perdiendo unos 15.000 millones de euros al año, lo que ha merecido la amenaza de Bruselas de llevar a España ante la justicia europea.

Es ahora, al borde de unas elecciones europeas y tras los sonoros fracasos en las vascas y catalanas, cuando la izquierda parece haberse plantado. Y así, vemos a Yolanda Díaz replicar el triunfalismo de Sánchez sobre la naturaleza balística de nuestro PIB contraponiendo la imposibilidad, para un salario mediano, de llegar a fin de mes. O rechazar, por parte de Sumar, una ley del suelo elaborada por el PSOE (finalmente decaída al no contar con el esperado apoyo de la derecha) orientada hacia la desregulación urbanística y ambiental de las promociones inmobiliarias.

El problema es de credibilidad: ponerse al frente de la pancarta contra un Gobierno de cuya gestión se ha sido partícipe, y por tanto responsable de lo que aquel ha hecho y ha dejado de hacer, aprovechando que por la puerta pasan unas elecciones, no resulta demasiado coherente. Sobre todo cuando de la estancia en el poder no se puede presentar un saldo global positivo: las medidas impulsadas por la izquierda o no han sido consideradas por el socio gubernamental mayoritario o se han ido por el desagüe de la creciente inequidad.

Si la izquierda quiere evitar que le pase lo de Italia, ha de comparecer. Así tendría alguna posibilidad de éxito. No compareciendo, ninguna.

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