Opinión | Café con moka

Una cocina por cuartel

Siempre soñé con un espacio que hiciera las veces de ‘ese cuartel general’ para mi propia familia y casa

Becca Tapert / Unsplash

Becca Tapert / Unsplash

Pese a no gustarle guisar, mi madre siempre pasaba la mayor parte de su tiempo en la cocina preparando el menú familiar. Y lo hacía meritoriamente. Con recetas y fórmulas únicas que quedarán siempre en nuestra memoria. Sabores que incluso puedo paladear sólo con su evocación. En casa siempre se olía a comida, siempre se olía bien.

Es por esto, que la mayoría de las cosas que ocurrían a lo largo del día, ocurrían allí. Allí comíamos, pese a su reducido espacio; allí manteníamos las conversaciones más trascendentales y las de menor importancia; allí jugábamos y hasta hacíamos los deberes en un improvisado escritorio cada una (mi hermana y yo) en un taburete. Eso sí, allí nunca entró una televisión. La cocina, como en muchos otros hogares, fue siempre el centro neurálgico de nuestra casa en mi infancia. El espacio que ocupaba, habitaba y llenaba la ‘gerente’ de la familia.

También mi abuela, que jamás disfrutó demasiado con las tareas culinarias, hizo de esta estancia su bastión. En ella zurcía, remendaba y hasta cortaba los patrones de las ropas y piezas que cosía para vecinas y conocidas hasta bien entrada en años, mientras se hacía cargo de nosotras cuando mi madre trabajaba.

Será por eso que siempre soñé con un espacio que hiciera las veces de ‘ese cuartel general’ para mi propia familia y casa. Añoraba esa actividad, esas reuniones, ese todos juntos y revueltos; pero deseaba un contexto más grande, abierto y luminoso del que mis propios hijos algún día tuviesen el mismo recuerdo.

Hoy, repasando antiguos vídeos y fotografías, me encuentro con maravillosas escenas en un diminuto apartamento que ocupábamos cuando nació mi hijo pequeño. 

Baños improvisados en el fregador, desayunos de cumpleaños, espacio de juego, bailes y canciones y hasta forzado y espontáneo gimnasio durante el confinamiento. Con los biberones secando en la encimera y el tendedero de ropa secándose siempre en medio.

Con el tiempo tuvimos esa estancia diáfana y con luz que anhelábamos en la que mis hijos -ahora son dos- también pasan la mayor parte de su tiempo jugando al escondite, haciendo procesiones con muñecos e incluso compitiendo en bicicleta, mientras hay quien les prepara el desayuno, la comida o la cena y que, a veces, incluso utilizamos de despacho u oficina. Ese espacio en el que están cuidados y atendidos. Ese espacio seguro en el que todo discurre y transcurre.

Haciendo memoria me descubro, así, que lo importante nunca fueron los metros, sino la felicidad de lo vivido ungida por familiares sabores y olores.

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