Opinión | Todo por escrito

Mudanzas

Mientras escribo esto estoy rodeada de cajas. Hacer una mudanza siempre da pereza, pero hacerla en agosto y sin aire acondicionado, es para pensárselo dos veces. Sin embargo, las mudanzas traen consigo cambios, son la línea de salida en la que esperan, agazapadas y expectantes, las nuevas experiencias, y eso siempre es excitante.

«Hoy queremos experimentar más que poseer, ser más que tener. (...) De forma indolora, casi sin corazón, nos separamos de las cosas que antes nos eran queridas», dice el profesor Han (el filósofo Byung-Chul Han) en su ensayo No cosas. Yo, que me tengo por una mujer de mi tiempo, que sufre en primera persona casi todos los males contemporáneos que afectan a nuestra sociedad, siempre he presumido de mi falta de apego hacia los objetos. Sin embargo, heme aquí rodeada de cosas, contradiciendo mis propios principios y al bueno del profesor Han.

Hay mudanzas que obligan a dejar atrás muchos recuerdos para ganar nuevos, otras en las que los objetos tan solo se cambian de lugar. También se realizan mudanzas progresivas y de manera inconsciente, y hay otras que más que una ida son una vuelta. Existe asimismo una categoría de mudanza que suele ser la más dura, aunque, paradójicamente, nadie se muda: es la que ayudamos a hacer a los que se trasladan ‘al otro barrio’.

En toda mudanza hay una regla vital compuesta por tres decisiones claves: qué se tira, qué se conserva y qué se va contigo (parece una consigna de Marie Kondo, pero es cosa mía). 

Escuché una vez en un programa de esos americanos de telerrealidad que la mayoría de las personas que padecen el síndrome de Diógenes (también llamados acaparadores compulsivos) han sufrido la pérdida de un ser querido de la que no han conseguido sobreponerse. Y es que decidir qué tirar, qué guardar en una caja o atesorar junto a ti, cuando se trata del ‘legado material’ de alguien que no volverás a ver, es casi tan doloroso como tomar La decisión de Sophie.

Al menos, ‘los hijos de la era digital’, como nos denomina el profesor Han o ‘los desarraigados’, como me definió una vez una buena amiga mía de la universidad, lo tenemos más fácil -o eso creemos-. 

Las serpientes, cuando mudan la piel, buscan refugio y dejan de comer. Nosotros también nos sentimos expuestos y vulnerables ante una mudanza. Pero al igual que ocurre con el proceso de ecdisis, que permite que los reptiles ganen tamaño, se limpien de parásitos y sanen sus heridas, nosotros cambiamos de entorno para poder seguir creciendo.