Opinión | Todo por escrito

Abrir los ojos

Hay miradas que te reconocen sin haberte visto antes, que parecen comprender con un parpadeo todo el amor, el dolor, la alegría y la ira que habita en ti. Unos ojos que, en una fracción de segundo, te devuelven la ternura de ese abrazo que ya nunca recibirás. Que te hacen sentir querido, importante, en casa. Solo que esos ojos maternales proceden de la otra parte del planeta y entre ellos hay un hermoso bindi que parece observarte también.

Hay miradas que perciben en ti mucho más de lo que eres, que te imaginan siendo. Que vislumbran en ti el futuro y te guían en un océano de vida y tesoros por descubrir. Esos ojos verdes tostados que reconocerías más allá de este mundo, que te desnudan y te cuentan toda la verdad. Un fulgor capaz de crear galaxias solo con despertarse cada mañana. 

Hay miradas cuya fuerza no es de este mundo. Que se sobreponen a la devastación y se yerguen cuando todos los demás caen desfallecidos. Que infunden respeto por ese ímpetu desbordado que solo unos pocos valientes se atreven a mirar frente a frente. Unos ojos que ni la luz más mortecina consigue aplacar, que ganan batallas después de muertos. 

A lo largo del día, cruzamos nuestra mirada con decenas de personas. Observamos a los otros, pero son ellos los que nos ven. La complicidad y dulzura inesperada de un desconocido, el universo concentrado que emana de la pasión verdadera o la intensidad de ese afecto que nos acompaña, aunque tengamos que cerrar los ojos para verlo. 

Hay tanto amor, empatía, devoción y reconocimiento en nuestras miradas, que parece increíble que los seres humanos seamos capaces, al mismo tiempo, de albergar los sentimiento más bajos y despreciables.

Porque también hay miradas vacías, huecas, huérfanas de ojos. Atenazadas por la cobardía y el odio al diferente. Miradas hambrientas de algo, porque contienen la nada. Cautivas en una trampa de profecías fatuas. Que ambicionan lo que ven otros ojos, porque los suyos perdieron el don de descubrir el mundo en toda su complejidad y riqueza. Miradas esquivas que se saben culpables de haber malogrado el más hermoso de los sentidos. 

Aseamos nuestro cuerpo e higienizamos nuestras casas, hasta hacemos limpieza de nuestros ordenadores y móviles. Sin embargo, no practicamos la higiene con nuestra forma de mirar: los prejuicios se acumulan como legañas enquistadas que nos impiden ver la plenitud del otro. 

El elogio a la ceguera que parece regir nuestros destinos es una pandemia de la que no saldremos vivos. Y si lo hacemos no merecerá la pena, porque vagaremos tullidos e invidentes de espíritu en un mundo sombrío y ofuscado. Abramos los ojos antes de que sea demasiado tarde y no olvidemos que, solo a través de la mirada del otro, podemos intuir lo mejor de nosotros mismos.