Crónica

Rock Imperium: mamá, quiero ser estrella del rock

El Rock Imperium despidió su tercera jornada con Warlock, The Darkness e Yngwie Malmsteen y desvelando que la cuarta edición ya está en camino: los fieles tendrán que reservarse del 26 al 29 de junio del próximo año

Llegada a meta para la tercera edición del Rock Imperium. La recta final de su tercer capítulo trajo a Cartagena un plantel de bandas dispares, que desembocó en una jornada con menor poder de convocatoria, con el guitarrista Yngwie Malmsteen como principal foco de atención. La organización anunciaba los días 26, 27, 28 y 29 de junio de 2025 como los elegidos para su próxima entrega.

Como si de una recopilación de grupos desiguales se tratara, había que encajar el conglomerado de bandas que debía cerrar el Rock Imperium III. La cosa empezó rockera con The Last Internationale destapándose con su rock and roll atemporal. La pasión de su vocalista, Delila Paz, se contagia de manera inevitable. Aquí hay mucho de hard blues clásico y son de Nueva York. Allí no se bromea con estas cosas. Casi al mismo tiempo finalizaban su descarga thrash los locales Vatican Spectrum, que no decepcionaron. Casi vecinos, los pinatarenses Darknoise plasmaron, también en el ‘Escenario Tres’ su metal alternativo de aires noventeros. 

A Yngwie Malmsteen le gusta la velocidad, las guitarras son bólidos para él

La presencia femenina terminó de conquistar los escenarios grandes, con Cobra Spell y su efectiva –pero no demasiado trascendente– manera de entender la tradición glam-sleazy con marchamo californiano. Justo después, las niponas Lovebites provocaron un movimiento sísmico que revolucionó por momentos el festival. Ataviadas con una suerte de atrevidos vestidos de novia. Pulcras, blancas y virginales. Me las imaginé saludando con un «¡Hola, cuquis... Hola, corazones!». De hecho, su cantante, Asami, se presentó gritando al cielo «¡Somos Lovebites y hacemos heavy metal!». Lo hizo de una manera cursi, como cabía esperar. Pero luego sonó la música y arramblaron con su heavy power metal, rápido y ejecutado al milímetro, con el ataque mellizo de las dos guitarristas que resultó bastante impresionante en cortes como el veloz M.D.O.: primero te sonríen ingenuamente y, luego, como el personaje japonés Gogo Yubari en Kill Bill, te cortan la cabeza. Aunque sus esquemas, quizás demasiado cuadriculados, hacen que su show termine adentrándose en la monotonía. 

Contraste total con los noruegos Spidergawd. De repente, el efectismo dio paso a la sobriedad. La importancia del groove. Stoner rock de guitarras robustas; el tono entrañable de referencias como Thin Lizzy que se despliega claramente en algunas melodías e incluso en su actitud, es el caso de la sabrosa inicial The Tower. La nota distintiva la pone el saxo permanente de Rolf Martin Snustad, aunque, lamentablemente, la mezcla de sonido hacía que demasiadas veces su instrumento se perdiera en la inmensidad, como en el polvoriento colofón de Is This Love?. No hay duda, buena banda

Cierta continuidad estilística entre ellos y Green Lung, a quienes muchos meten también en el saco de la escena stoner, y por supuesto que existe esa conexión, pero estos londinenses se agarran en mayor medida al culto por los más seminales Black Sabbath. La visceralidad de su directo supera su versión grabada. Las canciones ganan en intensidad y credibilidad, como Old Gods, que está cuajada a base de sonidos de órgano Hammond y lírica progresiva. Sangre nueva de filosofía retro. Una de las sorpresas del festival. 

A esa estela de cierta ‘progresividad’ se sumaron Riverside para encontrar acomodo en el cartel. Su bajista, cantante y líder Mariusz Duda, con no poco sentido del humor y algo de sarcasmo, avisaba: «Somos Riverside. Hacemos música progresiva, aunque no sé muy bien qué significa eso. En nuestro concierto no vais a escuchar gruñidos, ni chillidos agudos y tampoco la palabra fuck». Y Mariusz cumplió con su promesa. Su rock progresivo con golpes de metal resultó tan nítido y elegante como en sus discos de estudio. Eso quedó claro desde las iniciales Addicted y Panic Room, piezas esenciales de su catálogo, las cuales, sin extenderse demasiado, ejemplifican gran parte de su esencia. El bajo de Duda marca la pauta. Es un magnífico instrumentista, pero no se excede; mientras, su elegante timbre de voz depara inflexiones y matices repletos de significado. Son uno de los rostros del prog actual, más alternativo y moderno. Pidieron la colaboración del público para Left Out y, de paso, Mariusz protestó, con razón, por las ruidosas y molestas pruebas de sonido que se estaban llevando a cabo en el escenario contiguo. Un poco de silencio, señores. Estamos tocando. Los progresivos son gente seria y Riverside uno de los puntos álgidos del día.

Poco antes, en el escenario pequeño, los thrasheros madrileños Holycide habían reivindicado su escena con temas como No Escape, sin dar ninguna concesión con su thrash de la vieja escuela. También muy ‘old school’ es lo de los espídicos Riot City, que vinieron después. El toque moderno del día en ese escenario corrió a cargo de Textures quienes irrumpieron a golpe de precisos staccatos, teclados envolventes y la voz unas veces gutural y otras limpia de Daniël de Jongh. Su matemático metalcore deparó momentos destacados, como en New Horizons. 

Los contornos del metal de vanguardia se daban cita, mientras, en el Cartagena Stage: Doro Pesch volvía al Imperium dos años después, ahora bajo el anagrama de su banda originaria, Warlock. Acompañada por su séquito de músicos competentes, Pesch preguntó al público si quería un buen rato de ‘old school metal’, porque a eso se dedica. Aunque esta vez lo hizo abriendo el baúl de los extintos Warlock, a quienes lideró. I Rule The Ruins, Burning The Witches o All We Are no faltaron a la cita con lo previsible. Ella no pretende otra cosa, y el público la adora. 

The Darkness es diversión rockera sin artificios: externos todo sale del escenario

Yngwie Malmsteen también se siente adorado, siempre se ha sentido una estrella y actúa como tal. Despierta tantas antipatías como pasiones. No es una exageración decir que Malmsteen es uno de los guitarristas más influyentes del mundo de la guitarra eléctrica en cuanto a rock y metal. En sus inicios sentó cátedra con su heavy rock barroco y fue la punta de lanza de toda una generación de guitarristas. Yngwie tiene aparcados en su garaje un puñado de Ferraris. Le gusta la velocidad. A sus guitarras les coloca, por detrás, un adhesivo de la marca italiana de coches, porque para él las guitarras son sus bólidos. El instrumento con el que sus dedos alcanzan la velocidad de la luz. En el primer cuarto de hora de concierto ya había batido el record de notas ejecutadas por minuto en cualquier edición del festival. Ha mejorado físicamente. Su peso le permite volver a dar sus clásicas patadas al aire. Se rodea de tres músicos de buen nivel, pero escaso carisma. El teclista también canta, y se esfuerza por hacerlo en la primera Rising Force, aunque no hay muchas más canciones, y sí solos interminables que hacen que algunos no preparados abandonen las primeras filas y se encaminen a la barra. En su banda han cantado Joe Lynn Turner, Goran Edman o Jeff Scott Soto. Tener un vocalista de campanillas le obligaba a dar alguna explicación de vez en cuando. Ahora está desatado. Hace lo que quiere con escaso autocontrol. Y eso no es necesariamente bueno. La fiera se fagocita a sí misma. Aún hay instantes de genialidad, como en el duelo teclados-guitarra de Evil Eye, pero las canciones las ha desmembrado para que cumplan la función de contenedor de solos de guitarra interminables. Finalizó con Black Star. No hubo bises y no sé si alguien los pidió.

Otra clase muy distinta de estrella del rock es Justin Hawkins. Hace veinte años dio la impresión de que estaba a punto de comerse el mundo con la irrupción de The Darkness y su convincente revival de T-Rex, The Sweet o Thin Lizzy. Aquella oportunidad no volverá, pero ellos se han reactivado, y llevan años siendo motivo de atracción para muchos festivales. No me extraña. Su show es diversión rockera sin artificios externos. Todo sale del escenario. El fibroso Justin Hawkins –cada vez más parecido a Iggy Pop– hace el pino (literalmente) antes de acometer una de las primeras canciones. Su voz no está aún templada y sus falsetes típicos se le resisten. One Way Ticket resulta ya convincente y Motorheat indiscutible. Hawkins hace las paces con su garganta y nos conduce a través de su magnetismo escénico hacia un final en la que su hit I Believe In A Thing Called Love termina en fiesta. Magnífica, Love On The Rocks With No Ice cerró el set en plena comunión con la audiencia. La última canción del Rock Imperium III. Un estupendo final para un festival al que siempre hay que volver.