Opinión | Las trébedes

Tu yo y tu deseo

En una sociedad en la que el sujeto es tan importante, el yo se yergue como columna principal, y eso lleva fácilmente a creer en la importancia de mi yo

Unsplash

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La cultura occidental, eso tan diverso pero de lo que todos tenemos una idea clara, ha entronizado el yo como centro. Cada individuo piensa, se organiza y se rige por su propio yo. La instauración de la democracia liberal hizo del sujeto convertido en ciudadano la base y el agente principal de la política. Cada ciudadano es libre para elegir con su voto individual a sus legisladores y gobernantes. Todos los ciudadanos tienen derecho al voto y todos los votos valen lo mismo. Es una conquista de libertad individual, si bien deja al sujeto solo frente al Estado. En el Estado Social y Democrático de Derecho, las leyes y el poder judicial amparan, más o menos, al individuo. Por otro lado, el sistema capitalista o de economía de mercado, si bien es indudable que ha introducido igualdad y bienestar, también usa al sujeto, el consumidor, como combustible para el sistema.

En una sociedad en la que el sujeto es tan importante, el yo se yergue como columna principal, y eso lleva fácilmente a creer en la importancia de mi yo. Yo soy importante, me siento importante, me afirmo como importante y exijo que se reconozca mi importancia. Con las nuevas tecnologías, esto lleva a que la industria del consumo (productora de, por ejemplo, ropa, calzado, complementos, cosmética, ocio, entretenimiento, electrodomésticos y toda clase de artilugios) haya aprendido a ofrecer a cada uno lo que ‘quiere’. Es fácil ver esto repasando con un poco de atención la publicidad. Ahora, gracias a las famosas ‘cookies’, le aparecen a uno en el móvil anuncios en los que lo animan a descubrir montones de cosas que no sabía que necesitaba, incluso no sabía ni que existían, pero que de pronto le parecen imprescindibles y desea poseerlas. Yo y mi comodidad han de ser lo primero. Por supuesto, hay grandes diferencias de calidad, pero eso resulta poco importante, y así también los más pobres o menos ricos compran cosas que no necesitan y que encima se rompen o estropean en muy poco tiempo («tente mientras cobro»), pero tienen lo mismo que los ricos: 15 pantalones, 8 pares de zapatillas y 30 camisetas, por ejemplo. Con una justificación: ¿por qué yo no ‘voy a tener derecho’ a tenerlo?

Si añadimos a este cóctel la IA, esa inteligencia que hoy parece tan prometedora como amenazadora, desde luego que mejora nuestra comodidad: solo veré publicidad de lo que ‘quiero’ o ‘me interesa’. Y más allá de la reducción de mi ya pedestre cosmovisión que implica el hecho de que solo acceda a la música, el estilo o los objetos que ya elegí antes, no estaría mal preguntarse si de verdad yo deseo, quiero o me gusta eso que la publicidad y la IA han decidido ofrecerme.

Tal vez llegue un día en que podamos saber cómo surgen nuestros deseos y gustos. Tal vez las ciencias neurológicas lleguen a explicar el proceso por el que alguien siente el deseo de algo y se esfuerza o lucha para tenerlo o conseguirlo. De momento, y desde que el deseo apareció en la naturaleza, lo ignoramos. Y, más importante aún, no es nada fácil distinguir cuándo un deseo es genuino y cuándo viene inducido externamente. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez si un deseo es realmente suyo o si verdaderamente desea algo (o lo deseaba en algún momento de su pasado)? ¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué desea algo? Nunca podemos saberlo con certeza. La característica de los deseos de cosas triviales, como nos enseñó el gran Epicuro, es que su satisfacción produce una felicidad efímera, salvo contadas excepciones. Se diría que quien mejor ha entendido esto es la industria del consumo, que ha instaurado sin complejos la obsolescencia programada y la infracalidad de ropa y juguetes, por ejemplo. La alimentación continua del deseo baladí.

Lo novedoso es que ya hoy y en el futuro inmediato sí podemos estar completamente seguros de que algunos o muchos de nuestros deseos no son genuinamente nuestros. Es más, podemos estar completamente seguros de que existe ‘un alguien’, que yo desconozco, al que le interesa (y mucho) que yo desee tal o cual cosa, sea esa cosa un objeto o un gobierno.

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