Entrevista | Emilio Ángel Molares Marín Coleccionista y restaurador

Emilio Ángel Morales: de casta le viene

Siempre he sido un galerista, en el buen sentido de la palabra, que no es lo mismo que ser un negociante. Yo nunca cobraría a nadie por llevarlo a una feria

Emilio Ángel, en su casa. | JAVIER LORENTE

Emilio Ángel, en su casa. | JAVIER LORENTE / Javier Lorente

Javier Lorente

Javier Lorente

Se podría decir que Emilio Ángel Morales Marín, murcianísimo del barrio del Carmen y hombre de mundo, de artes y negocios, nació al amparo de una culta familia de larga tradición artística. Descendiente, en sexta generación, del mismísimo Salzillo, con un tío –Antonio– cantante de zarzuela, una tía pintora –la reconocidísima cartagenera Sofía Morales–, dos hermanos mayores catedráticos de Arte y Dirección Escénica a quienes considera sus maestros –José Luis y Antonio–, un abuelo militar y una abuela aristocrática. Viviendo desde su infancia rodeado de artistas, escritores, pensadores y cineastas de primer nivel internacional, no es de extrañar que mi encuentro y conversación de hoy sea todo un disfrute con este señor que rebosa elegancia e inteligencia a la vez que bonhomía y pasión por la gastronomía, el arte, los libros, el deporte, los toros y, sobre todo, la conversación y los amigos, que lo adoran.

Le gusta mucho el deporte. De joven fue futbolista profesional, mandaba con dureza en mitad del campo del Racing de Santander. Se le nota que quien tuvo, retuvo: se cuida y sigue haciendo rutas por la montaña. Todo un emprendedor, ha sido empresario en varias ramas, ha tenido estupendos restaurantes en los que no ha faltado una cuidada gastronomía ambientada por estupendos cuadros y esculturas, parte de su amplia colección artística. Empresario también en el mundo del toro, que ama como una de las más nobles artes, llegó a gestionar 14 plazas en toda España. Y, por supuesto, ha compaginado su vocación de coleccionista de arte con la gestión de varias galerías, entre ellas la mítica La Ribera, que luego se llevó a Balsicas. En estos días podemos disfrutar de Una ilusión en el Museo Ramón Gaya, con una significativa y espectacular selección de la colección que comparte con su mujer.

No doy abasto. Escucho entusiasmado sus relatos, anécdotas y episodios de una vida digna de un entretenido libro de memorias: «Mi familia marchó a Madrid, tras la Guerra Civil, y allí se conectó con lo más granado del círculo cultural y artístico. Mi tía, Sofía Morales, empezó a trabajar en la primera revista de cine, Primer plano, y tuvo grandes amigas como Ava Gadner o María Félix que, con otros muchos actores y actrices, se convirtieron en asiduos de la familia, como la hija de Fernán Gómez. La verdad es que siempre he estado rodeado de gente muy interesante de la que he aprendido mucho. Con once años fui asiduo del estudio del escultor, y gran acogedor de murcianos en Madrid, Pepe Molera. Aprendí entonces que yo no tenía dotes para la creación artística, pero sí muy buen ojo o buen gusto para mirar y admirar las obras buenas. En aquellos años y aquellos círculos conocí a muchos de los grandes escritores y poetas, como Bergamín o Dámaso Alonso. En todo este ambiente, y siempre, fui una esponja, y a él le debo lo mejor de mi formación personal e intelectual».

Hablamos de aquellos tiempos en que la Diputación y el Ayuntamiento ayudaban a los artistas a salir y aprender fuera, de aquellos viajes a París de Ramón Gaya o Pedro Flores (de su amistad con Picasso, que le animó a hacer aquellos pasajes del Quijote…). Me habla de José Planes, otro de los entregados a la causa de acoger y promocionar murcianos en Madrid. También me cuenta que en 1981, tres días antes del Golpe de Tejero, inauguró su primera galería de arte, Albor, exponiendo obras de Larrañaga y Antón Llamazares, Alberti, Úrculo... Me confiesa que recibió el apoyo y la ayuda inestimable de otro gran murciano en la capital: Andrés Peláez, profesor, doctor en Arte, galerista y reconocido comisario de importantísimas exposiciones. No me da tiempo a escribir todo lo que Emilio Ángel me va contando, pero me quedo con su relato de la multitud de ferias de arte a las que llevó a sus artistas: Milán, Miami, Madrid, Chicago, Washington, siempre echando una mano a los artistas, dejándose la piel por defender su obra, promocionando y apostando por los emergentes, no por los ya consagrados.

«En 2010 cerré la galería. Echo mucho de menos aquellas visitas a los estudios de los artistas para descubrir nuevos talentos y obras interesantes. Siempre he sido un galerista, en el buen sentido de la palabra, que no es lo mismo que ser un negociante. Yo nunca cobraría a nadie por llevarle a una feria, al contrario, me he volcado siempre en venderle todo al creador, así gana él y yo, a la vez que disfruto. El arte me ha costado mucho dinero unas veces y otras me ha hecho ganar mucho. Ese es mi mundo. Mi vida siempre ha sido la cultura y creo que lo seguirá siendo hasta el final. No sé en qué momento deja uno de ser joven, pero sí sé cuándo dejamos de estar vivos: cuando tiras la toalla».

«Ya no quedan coleccionistas, la gente deja las paredes blancas, un horror, casi tanto como no compartir la música y escucharla uno solo con un pinganillo. Yo tuve la suerte de nacer en una casa con tocadiscos». Y terminamos hablando de toros: «Enamoró a Goya, Picasso, Lorca, porque es una cosa de vida y muerte, un arte tan efímero como bello. El toro ha desaparecido de la faz de la tierra, solo pervive en las zonas donde hay toreo. No hay nada más hermoso y ecológico que las amplísimas dehesas, que habría que dar a conocer organizando rutas turísticas. Lo de la plaza es tan difícil de explicar a los animalistas como hermoso y subyugante», y me cuenta una anécdota: «Estuve, con mi madre y Willy Ramos en el 40 aniversario de Curro Romero, Willy no entendía un silencio del público y mi madre le dijo: ‘Nene, estás viendo a Picasso’».

Me hace gracia cuando me dice: «La Feria de ARCO es como el Entierro de la Sardina: miles de personas que van de fiesta, sin tener nada que ver con el arte». Es un devoto de su familia, de sus tres hijas y de su mujer, adora a sus nietas y tiene estupendos amigos, con los que a veces se ríe tanto que le duele la mandíbula, como Ángel Montiel, Juan Bautista Sanz o Ángel Haro, a los que no puedo dejar de envidiar. «No se puede tener alegría si no se puede compartir. Con las penas pasa igual, no se pueden sortear si no las compartes», me dice ,y se me clava dentro.