Opinión | Pasado de rosca

La espiral ascendente

Lo único que pudiera frenar a Sánchez a la hora de conceder una financiación ventajosa para Cataluña a cambio de que los grupos independentistas le dieran su apoyo parlamentario en Madrid y a Illa en Cataluña es la oposición frontal de demasiados de los posibles votantes de Sánchez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero. / EDUARDO PARRA / EUROPA PRESS

El centralismo madrileño —léase las elites dominantes económicas y políticas— probablemente ha causado daños a las elites periféricas. A las catalanas y a las otras. La diferencia entre unas periferias y otras es que algunas son más reivindicativas y otras más pastueñas. En el caso catalán, sus clases dirigentes siempre han enarbolado la bandera de las reivindicaciones y las protestas sobre el trato recibido. Si bien el estado de los trenes de cercanías catalanes, por ejemplo, justifica el descontento y la protesta, también hay que decir que el supremacismo exhibido por algunas instituciones catalanas y su manera altiva de relacionarse con el poder central y los otros periféricos los han vuelto antipáticos para muchas de las gentes de fuera de Cataluña. Y esto no siempre ha sido así. En la transición hubo un movimiento generalizado de solidaridad con Cataluña desde prácticamente toda España. Esa empatía, con el paso de los años y a causa de esa soberbia independentista, se ha trasmutado en un sentimiento de antipatía y recelo hacia sus reivindicaciones. Así, hoy Cataluña tiene que luchar no solo contra el centralismo que pudiera limitar su capacidad de crecimiento económico y desarrollo social, sino también con la hostilidad de gran parte de los españoles hacia las concesiones de tipo económico o fiscal que les pudiera otorgar el gobierno central. Es un hecho que lo único que pudiera frenar a Sánchez a la hora de conceder una financiación ventajosa para Cataluña a cambio de que los grupos independentistas le dieran su apoyo parlamentario en Madrid y a Illa en Cataluña es la oposición frontal de demasiados de los posibles votantes de Sánchez, que le podrían dar la espalda en unas próximas elecciones o incluso acabar echándolo de la Moncloa, lo que más teme el líder del PSOE.

Así las cosas, nos asomamos a una repetición de las elecciones catalanas debido al papel que juegan los grupos parlamentarios de los partidos independentistas: no tienen mayoría suficiente como para formar gobierno, pero sin su concurso —habida cuenta de la incapacidad de socialistas y populares de llegar a acuerdos entre ellos— tampoco se puede formar una mayoría que garantice la investidura de un candidato no independentista. Y este callejón sin aparente salida —es difícil que unas nuevas elecciones arrojen resultados que permitan salir de esta situación de bloqueo— repercute también en la gobernación de toda España, donde la mayoría que sustenta al Gobierno hace aguas por todas partes, empezando por sus socios del Consejo de Ministros y terminando por los diputados de Junts, que cada vez son más imprevisibles y que pueden tomar el Parlamento español como el lugar en el que ejercer su venganza contra los socialistas catalanes por rehusar investir a Puigdemont.

Esa actitud de Junts es la que hace pensar en la gravedad de la crisis catalana. Es difícil que un partido político funcione solo por su dinámica propia. Quiero decir que Junts tiene que representar de algún modo los intereses de alguna elite económica de su país, que lo apoya porque la praxis política de los de Puigdemont favorece esos intereses. O sea, que el llamado ‘conflicto catalán’ tiene una base real, económica, que lo sustenta. Y lo malo de un conflicto que no se resuelve en el tiempo es que su propia evolución lo hace entrar en una espiral ascendente en la cual todos se sienten perjudicados por la otra parte. Una vez que se entra en él, ese círculo vicioso es muy difícil de romper y las partes enfrentadas encuentran motivos para perpetuar el conflicto basándose en los agravios recibidos —que en una dinámica de este tipo siempre son reales— y todos tienen buenas razones para pensar que los malos son los otros. Es cierto que el llamado ‘procés’ ha representado el momento culminante del enfrentamiento entre Cataluña y el resto de España. Pero la situación actual en la que nada se puede hacer ni con los independentistas ni sin ellos no contribuye a mejorar las cosas. Hay dos meses de negociaciones por delante y es deseable que en ellas se rompa la perversa espiral ascendente en la que hoy estamos todos metidos. El problema catalán es el problema de España. 

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