Opinión | CALEIDOSCOPIO

Europa

Escuchando a los líderes de los partidos de extrema derecha de cada país europeo y a algunos de otros continentes como el norteamericano Trump, uno reconoce sin esfuerzo los discursos de sus predecesores de la época de entreguerras o de los años de la República

Imagen del Parlamento europeo en Estrasburgo.

Imagen del Parlamento europeo en Estrasburgo. / Álex Flores / EP

Durante años, los españoles y los portugueses fuimos los más europeístas porque veíamos en Europa la tabla de salvación que nos libraría de una nueva regresión al pasado representado por los herederos de las dictaduras de Franco y de Salazar. Aún sin conocer Europa, muchísimos españoles y portugueses apoyaban ciegamente la pertenencia a ella conscientes de que les garantizaba un presente y un futuro democráticos que les libraría de sus pasados terribles.

Esa idea funcional de Europa se fue contaminando poco a poco de reproches y abstención a medida que el pasado iba quedando en la historia para las nuevas generaciones, que lo que ven en Europa es burocracia y aburrimiento y no la garantía de un mutuo apoyo continental que nos ayuda a seguir creciendo a todos los europeos y, sobre todo, a tener una voz común ante los grandes estados del mundo, principalmente los tres gigantes económicos: Estados Unidos, Rusia y China. Europa, como un cuarto gran Estado supranacional, tiene el peso que, uno por uno, no tendría ninguno de sus países miembros y, por lo tanto, el respeto de la comunidad internacional, tan determinante. Por eso, alguno de esos Estados que compiten con Europa tratan de resquebrajarla sabedores de que desunidos los países europeos son presas fáciles de su ambición.

Esa misma intención anima a los que últimamente vemos crecer ayudados por la desmemoria de las generaciones de europeos más recientes y que consideran a Europa un freno para sus pretensiones involucionistas, que durante años estaban larvadas en el subconsciente de muchos pero que poco a poco han ido aflorando en las sociedades europeas como sucediera en los años previos a las dos grandes guerras mundiales y a la propia guerra civil española. Escuchando a los líderes de los partidos de extrema derecha de cada país europeo y a algunos de otros continentes como el norteamericano Trump, uno reconoce sin esfuerzo los discursos de sus predecesores de la época de entreguerras o de los años de la República, en el caso de España, sólo hay que cambiar sus nombres.

Un nuevo/viejo fantasma vuelve a recorrer Europa y la próxima semana, después de las elecciones al Parlamento Europeo, sabremos su auténtica dimensión, esa que ya comienza a preocupar a los europeos demócratas o debería empezar a preocuparles, pues cada vez es más agresiva y más estridente. Ayer mismo, en el Congreso español, en la votación de la Ley de Amnistía (una ley tan controvertida como democrática, puesto que se aprobó por mayoría de los parlamentarios como ordena la Constitución), los gritos y los insultos de la bancada de la ultraderecha superaron todo lo visto hasta ahora y dejaron clara la verdadera esencia ideológica de un partido nostálgico del franquismo y que acepta la democracia por necesidad, no por convicción. Y lo mismo sucede en otros parlamentos europeos, incluido el mismo de Europa, donde cada vez se advierte con más crudeza que los tiempos de las democracias tranquilas y respetuosas con los adversarios han pasado a la historia. El huevo de la serpiente que pocos vieron eclosionar en la primera mitad del pasado siglo y que tanta tragedia y muerte le trajo a Europa está volviendo a hincharse ante la estupefacción de muchos, que pensábamos que aquello ya formaba parte de las pesadillas de nuestra historia.

Dicho esto, parece claro que las elecciones europeas no son un simple trámite electoral ajeno a la gente común, a esos millones de habitantes que integramos ese proyecto de Estado común que es Europa pero que muchos contemplan como si no les fueran a afectar. Les van a afectar y mucho, sobre todo si el fascismo sigue creciendo y llega a mandar en Europa.