Obituario

'José María Álvarez: uno de los grandes', por Ángel Montiel

José María Álvarez, en una fotografía de 2021, en un homenaje del ayuntamiento de Cartagena.

José María Álvarez, en una fotografía de 2021, en un homenaje del ayuntamiento de Cartagena. / Israel Sánchez

Ángel Montiel

Ángel Montiel

José María Álvarez y Carmen Marí hacían una pareja espectacular. Llevaban allá donde iban una elegancia antigua, como de toda la vida. Juan Gómez Soubrier los bautizó como John Osborne y Lauren Bacall. Calcados. Sobre todo ella, que peinaba igual y tenía esa languidez de La Flaca. El poeta se engalanaba a lo british, con el sempiterno pañuelo colorido en el bolsillo superior. Parecían salir de Hollywood o de un selecto club londinense.

Álvarez tenía un punto de tartamudez, muy bien dominada, que añadía un atractivo más a sus recitales de poesía, pues las pausas y silencios contribuían a dar mayor expresividad a sus sonoros versos. Pocos poetas recitaban con tanta música en la voz y, sobre todo en los poemas narrativos parecía acercarnos a lo que debieron ser los cantores de la Ilíada.

Toda su obra se desliza por la decadencia de lo contemporáneo más la añoranza de una edad de oro en el mundo clásico, y constituye un mapa claveteado de chinchetas que señalan la existencia ocasional de talentos que han sido capaces de encontrar la belleza y la trascendencia, todos ellos coronando con citas los poemas de su Museo de Cera. A la vez, certifica un abundante catálogo de desprecios y una guía para el refugio que abarca desde los placeres de la carne al brillo de oro del whiski o las ciudades del mundo donde aún queda un sedimento de la gloria que alcanzaron, pero sobre todo los tesoros de las bibliotecas, una muy escogida lista de títulos cinematográficos, así como determinadas músicas y melodías. Su caparazón para esquivar un mundo hostil a la aristocracia de la cultura.

En cierta ocasión tuve en mis manos el ‘monstruo’ de Museo de Cera, un cuaderno de lomo ancho en que el poeta rectificaba los versos adhiriendo sobre ellos con pegamento de barra tiritas de papel con el nuevo texto muy finamente recortadas, de modo que el libro original parecía a punto de deshacerse, como si hubiera caído al agua y se hubiera hinchado. En 1984 dispuse del privilegio de publicarlo en la Editora Regional, que por entonces dirigía. Cuando estaba para mandarlo a la imprenta, me dijo: «Elige un poema, que te lo dedico». Busqué uno de los pocos que no llevaban citas para que la dedicatoria no quedara oculta entre ellas, y prueba de su nobleza es que la mantuvo en las sucesivas ediciones que vinieron después en otras editoriales.

Ha sido un poeta longevo que nunca ha pasado de moda, como ha ocurrido con otros de sus compañeros en la antología de los ‘novísimos’ de Castellet. Y es que siempre ha estado rodeado de poetas jóvenes que lo adoraban, como en el último tramo la excelente Noelia Illán o los editores de Balduque. El truco ha consistido en que Álvarez siempre ha ido unos pasos por delante. Recuerdo uno de aquellos programas de Sánchez Dragó: se hablaba de erotismo en la poesía, y unos cuantos jóvenes leyeron lo suyo, hasta que para remate Álvarez recitó una composición de alto contenido pornográfico que dejó escandalizados a aquellos romanticones.

Álvarez era también un provocador, a sabiendas de lo fácil que resultaba en estos tiempos. Por esto brillaba en las entrevistas, pues tenía las frases perfectas para colocar en titulares. A veces prescindía de intermediarios para esa labor, y es un secreto a voces que hay libros de conversaciones con él en que el nombre del autor es ficticio, como aquel Csaba Csuday que nunca existió. Una vez quedé con él para entrevistarlo y me entregó tres folios con las preguntas, las respuestas y las repreguntas. «Hombre, José María...». Pero era tan brillante que, ahora lo confieso, claudiqué, adorné la cosa con algunos comentarios, y entrecomillé lo que me dio por escrito. Aquello no podía ir a la papelera.

Entre sus maravillas está la de haber publicado en Hiperión, sin saber griego, la que hoy todavía se da como la mejor traducción de los poemas de Kavafis. Dicen que una estudiante le hizo la transmisión literal y él le dio forma poética, vete tú a saber.

En 1995, cuando el PP llegó al poder en la Región de Murcia, Valcárcel quiso nombrarlo consejero de Cultura, pero al parecer la idea chocó con la opinión de algunas escandalizadas beatas: «¿Cómo va a ser consejero un hombre que ha escrito La esclava instruida?», novela erótica publicada en la colección La Sonrisa Vertical. La noche en que se confirmó que no entraría al Gobierno nos soltó una boutade en la barra del bar La Muralla: «Qué pena. Me habría gustado echar a patadas de mi despacho a los de Comisiones Obreras». Esa vertiende suya ultralibertaria, en la que abundan este tipo de perlas, sobre todo en sus libros no literarios, es la que retrae de la conmoción por su ausencia a muchos de sus colegas. Pero por esa regla de tres ¿a cuántos poetas habría que borrar desde Homero?

Allá por los primerísimos 80 nos hospedamos en su casa, Villa Gracia, unos cuantos admiradores, y una noche nos leyó un poema, bellísimo: una horda revolucionaria asaltaría su casa, y él la recibiría leyendo un determinado soneto de Shakespeare, escuchando un concreto movimiento de Mozart, viendo cierta secuencia de Casablanca, y con su mejor champán brindaría ante los intrusos por la monarquía absoluta. Lo sorprendente es que después nos condujo a una suerte de ático donde tenía dispuestos el libro, el disco, la película y la bebida. «Hay que estar siempre preparado», nos dijo.