Obituario

Soledad Nicolás Alacid: templada, resuelta y abnegada en la entrega a los suyos

Niña de la República y joven de la terrible posguerra, supo construir junto a Domingo Vera un hogar que convirtió en una arcadia plena y feliz, tal y como describe uno de sus cuatro hijos

Soledad Nicolás Alacid.

Soledad Nicolás Alacid. / L.O.

PASCUAL VERA

Soledad Nicolás Alacid, mi madre, fue una niña de la República y una joven de aquella terrible posguerra que hizo de ella, ya para siempre, una mujer templada, resuelta y abnegada en la entrega a los suyos.

Una niña primero, que llevaba diariamente la comida paterna, guardia de asalto depurado por el franquismo y reciclado en carpintero de aquel taller de Conte que, ya en los difíciles años 40, construía sueños revestidos de imágenes idílicas y alegres para los murcianos de hace 80 años.

Quizás fueron aquellas imágenes que, en cartón piedra, dibujaban invariablemente un presente falsamente prometedor en aquellos tiempos hechos de necesidad e incertidumbre, los que se encarnaron en su carácter en aquella madre coraje, aún niña e inmaculada, para hacerla afrontar la vida en adelante con una decidida voluntad de sobreponerse a la triste realidad que le tocó vivir con una naturaleza indoblegable.

Acabó la Primaria y un curso de Bachiller. En el ínterin, sus padres le compraron aquella versión escolar del Quijote que, décadas después, serviría a su hijo mayor para acercarse por primera vez a esta novela que pronto le pareció -me pareció- el sumun de los sucedidos y de los entuertos solucionados.

Siendo aquella jovencita, digo, que me pierdo por las nubes de tantos recuerdos que se amontonan en mi memoria de hijo, recién estrenado en la orfandad, estropeó su espléndida vista de juventud recogiendo puntos de medias para las personas pudientes de Murcia, un trabajo en el que siempre mostró una destreza que maravilló a sus jefas.

Fue a comienzos de los 50 cuando, en un cine Coliseum casi recién estrenado, conoció al que sería el único amor de su vida, mi padre, Domingo, y tan Vera como yo.

Y ya nada sería igual: las salidas a la Glorieta, los recorridos por la huerta aledaña a toda Murcia, los paseos por el Malecón refrescados por aquellas lechugas que compraban al principio de éste las parejas de novios… Aquellas citas y salidas se hicieron asiduas y casi una necesidad. Salidas cuando los momentos de asueto de mi padre, aprendiz entonces en la confitería Barba, lo permitían.

Hasta desembocar en aquel embrión de familia en el que yo me convertí, sin proponérmelo, en el auténtico rey de un paraíso hecho de cariño y ausencias materiales que, aquella madre coraje se desvivía en transformar en opulencia. Y lo conseguía. Nunca sentí que me faltara nada en aquel barrio de los Periodistas que carecía, incluso en los años 60, de agua corriente.

Pronto llegó un hermano, Miguel Ángel, y más tarde un tercero y una cuarta: José y Marisol, que pusieron a prueba la abnegación y la construcción de una arcadia plena y feliz por su parte.

Hoy, cuando ha sido sellado hace tanto tiempo un pasado que ella construyó con tanta determinación y firmeza como cariño y entrega a sus hijos, son muchos los recuerdos que se agolpan en mi cabeza de hijo agradecido. Y recuerdo el orgullo que la embargaba comprobar que su hijo leía con la seguridad de una persona mayor. Y la evoco enseñándome a escribir y comprender los números romanos, o contándome sucedidos pasados de nuestra Murcia que a ella le había enseñado, a su vez, su madre.

Y la veo suspirar extrañada cuando le comentaba, ya de adulto, que fue ella, y no el maestro de turno, la que me había enseñado a lidiar con destreza en aquellos números, tan romanos y diferentes a los que usábamos habitualmente.

Y la rememoro cuando, con el cerebro estragado por un Alzheimer que la consumió inmisericorde en los últimos años, ya era incapaz de comprender lo que significaban siquiera aquellos trazos.

Y la recuerdo, con mente de niña y cuerpo de anciana, prisionera de una cama de la que no se podía ya separar, con su mirada perdida en unos pensamientos indescifrables, en sus últimos tiempos, con unos ojos perdidos la mayor parte de las ocasiones, que eran capaces, sin embargo, de emitir alguna vez aquel brillo intenso con el que la niña que había sido 85 años atrás, despedía a su padre cuando se iba al frente, o quizás, simplemente cuando acudía puntual a su trabajo: «¡Papá, salud!», le gritaba orgullosa una Soledad feliz que, ya entonces, era una madre coraje. n