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La Caja de la Rusa: la magia del monte Miral

Los vecinos de la época atestiguan "una fuerza mística, curativa, tal vez mágica, que atrajo durante siglos a buscadores de la divinidad o de sí mismos"

Una de las ermitas en el monte Miral.

Una de las ermitas en el monte Miral.

Javier Lorente

Javier Lorente

Hay lugares tan llenos de historia y de belleza natural, que durante siglos han sido una especie de tierra prometida. Muchas civilizaciones han venido a ellos en búsqueda de agua, comida, riquezas, espiritualidad o simplemente para elevarse y mirar mucho más lejos que nadie. Es lo que pasa con el monte Miral, también llamado Cabezo de San Ginés, sitio que ha atraído a los primeros homínidos, a animales provenientes de África, a monjes de varias religiones, sanadores, buscadores de minerales, a iberos, carthagineses, romanos, árabes, cristianos, buscadores de espíritus, deportistas, pilotos de ultraligeros, artistas o poetas. Este lugar mágico no podía faltar tampoco en esta caja del tiempo llena de tesoros que es la ‘Caja de la Rusa’.

Las características geológicas del lugar, con las cuevas naturales creadas por las filtraciones de agua de lluvia o las cuevas resultantes de la actividad minera desde tiempo inmemorial, han hecho que aquí se hayan refugiado penitentes y anacoretas y, desde hace un millón de años, animales de multitud de especies, algunos de los cuales se despeñaban y servían de alimento para los depredadores. Hablamos de un monumento sin parangón como es la Cueva Victoria, con una riqueza paleontológica única. En las excavaciones se han encontrado huesos de más de 90 tipos de vertebrados, tal como nos cuenta el doctor José Gibert Clols: caballos, ciervos, gamos, bóvidos, rinocerontes o elefantes, que convivían con carnívoros como tigres de dientes de sable, panteras, linces, hienas, osos, perros salvajes y también sapos, tortugas, serpientes, puercoespines, conejos, erizos, murciélagos y una gran diversidad de aves. La fauna más significativa de Cueva Victoria son los homínidos y otros primates.

Entre 1878 y 1952 se volvieron a explotar las minas de hierro y manganeso, mientras arriba aún resistían en pie un conjunto de nueve antiguas ermitas. Se dice que uno de los ilustres personajes que aquí vivieron una vida retirada fue el mismísimo San Ginés de la Jara, un francés de familia noble que navegando por el Mediterráneo con el fin de rodear la península ibérica y llegar como peregrino a Santiago de Compostela, su barco naufragó en Cabo de Palos y finalmente se quedó a vivir en lo que entonces era un oasis. Abundaba el agua, la vegetación y cuevas donde refugiarse y no faltaban unas espectaculares vistas.

Tradicionalmente, según atestiguan numerosos textos de la época, se ha coincidido que en este monte había algo más: una fuerza mística, curativa, tal vez mágica, que atrajo durante siglos a buscadores de la divinidad o de sí mismos. Todo apunta que este cerro haya sido un lugar de culto desde tiempos remotos. De las 9 ermitas originales hoy día no quedan sino las ruinas de cinco de ellas. Todas estaban dedicadas a un santo o santa anacoreta y la más elevada, arriba del monte, ha estado vigilando durante siglos toda la Comarca y era la mejor conservada. Hace un par de años, tal como se avisaba a Patrimonio, vio desmoronarse su cúpula mientras la dejadez y el abandono de la empresa propietaria del lugar solo consigue una nueva amenaza de multa por la autoridad incompetente.

Tiempos aquellos cuando había una senda habilitada para hacer un recorrido que hoy sería una atracción tan cultural como espiritual.