100 veranos en la Región

La Caja de la Rusa: neveras en la sierra

"Hubo tiempos no muy lejanos en que no todo el mundo tenía un frigorífico, y aún menos un congelador"

Pozo de Nieve en Sierra Espuña.

Pozo de Nieve en Sierra Espuña. / Javier Lorente

Javier Lorente

Javier Lorente

Hubo tiempos no muy lejanos en que no todo el mundo tenía un frigorífico, y aún menos un congelador. Pero lo de utilizar el hielo para conservar los alimentos o refrescar las bebidas viene desde hace miles de años. Fueron los romanos los que acercaron al común de los ciudadanos lo que hasta entonces había sido un privilegio de reyes o de quienes vivían en las cercanías de las altas montañas. Las neveras o pozos de nieve se utilizaron, hasta mediados del siglo XX, para almacenar y conservar hielo que pudiese ser usado en la época estival.

A finales del siglo XIX eran solo las familias pudientes las que se podían permitir el hielo cuando apretaba el calor en nuestra Región. En la ilustración de hoy observamos uno de los muchos pozos de nieve que funcionaban en toda la península. En este caso, podría ser uno de los que había en nuestra Sierra Espuña y que cubrían las necesidades de gran parte de nuestros pueblos. No sería de extrañar que un barón o unas marquesas tuvieran en propiedad uno de estos pozos, pero lo que es más que probable es que aquellas familias que construyeron sus caserones en los entornos del Mar Menor se surtieran de hielo proveniente de muchos kilómetros de distancia.

Estas antiguas fábricas manuales de hielo surtían a mercados, pescaderías, comercios, heladerías, cafés y hospitales… A día dehoy, todo ello está al alcance de cualquier persona. Estos pozos estaban forrados de piedra y llegaban a tener quince metros de profundidad, culminándose con una gran cúpula. El proceso de su uso consistía en recoger la nieve de los alrededores cada vez que caía y disponerla por capas que eran selladas con paja. Luego, en verano y de madrugada, se cargaban los carros arrastrados por caballerizas y el hielo se protegía con sacos y más paja y era llevado a las ciudades. Hay que señalar que cada municipio tenía sus propios pozos en Sierra Espuña, por ejemplo, los de Cartagena.

En 1860, el viajero inglés Charles Davillier describió aquellas «eatas de asnos, bajando por senderos de cabras, en unas caravanas interminables porque en España el hielo es de extrema necesidad». Eran muchas las pérdidas que se darían hasta llegar a las ciudades, nada que ver con los camiones refrigerados que hoy nos permiten llevar nuestros productos por toda Europa.

Duras labores, no solo por las bajas temperaturas, sino por su carácter extenuante. No pocas veces todo esto costó la salud y hasta la vida a los trabajadores. En 1779, cuentan las crónicas, hubo una especie de huelga de los peones, pero ellos argumentaron que había un fuerte temporal allá arriba y que bajaron para cambiarse de ropas, que las tenían «todas mojadas, destrozadas y llenas de piojos». Tampoco faltaron reyertas y disturbios.

Hay quien cuenta apariciones, tras muchos meses, de alguna persona congelada entre una capa de hielo. De aquello nos quedan, como reclamo turístico y memoria histórica, unas cúpulas monumentales que por suerte se están restaurando.

Hace cien años, la familia de la marquesa, un día como hoy, se tomó un sorbete con aquel hielo de lujo.