Murcian@s de dinamita

Adela Aguilera: luchando por los más desfavorecidos

"Adela fue una lectora voraz, que devoraba libros. Sabía que eran los mejores abridores de mente que existen"

Adela Aguilera

Adela Aguilera / L.O.

Pascual Vera

Pascual Vera

Nunca como hoy una entrega de Murcian@s de dinamita ha supuesto un ajuste de cuentas de su autor con el pasado con tanta intensidad como ahora. La inclusión de Adela Aguilera, murciana comprometida con la defensa de los derechos de los más desfavorecidos, yayoflauta de espíritu reivindicativo y luchadora por las libertades, las de verdad, no las de tomar cañas en plena pandemia, libertades de las que se consiguen a pie de manifestación y pancarta reivindicativa, porfiando en el lugar de trabajo, en el sindicato, en la parroquia, a través de la JOC, donde se batieron el cobre tantos antifranquistas, acompañados por curas dotados de una enorme conciencia social (inolvidable don Gaspar, en el Polígono de la Paz).

Incluirla en la sección Murcian@s de dinamita era una decisión adoptada hace tiempo para glosar la imagen de esta murciana con la que he convivido compartiendo barrio toda mi vida. Su repentina muerte hace unos meses me privó de esas conversaciones que este cronista había pergeñado y montado para su caletre a la espera de conferirles carta de naturaleza. Pero la Parca, que todo lo altera, apareció antes de tiempo, y he tenido que cambiar las conversaciones con la interesada por algo de tipo vicario, buscando en otros su esencia, su personalidad, a la manera en la que el periodista Jerry Thompson indaga en los recuerdos de quienes conocieron a Charles Foster Kane en Ciudadano Kane, que me han permitido bucear en la personalidad de alguien que pasó por la vida con una clara consigna personal: hacer el bien a todos los que tuvieron la suerte de rodearla en alguna de las etapas de su vida.

Con los recuerdos de Concha Mira de Orduña y Esplá, su inseparable compañera de lucha en los Yayoflautas, y sobre todo por los de su esposo, Diego Rodríguez García, cuyo primer contacto juntos se remonta 65 años atrás, cuando miraban con ojos incrédulos aquellos televisores que colocaban a la vista de los viandantes en una cafetería de la Gran Vía, ofreciendo la visión más palmaria del progreso a aquellos niños que contemplaban extasiados las imágenes de aquellos programas, entre ellos Adela y Diego, enamorada ella quizá de algún presentador de aquella caja que no le había dado tiempo de ser tonta, y él de la niña que contemplaba embobada los ingenuos programas que emitía aquel aparato que perdía continuamente la señal.

Adela fue siempre una de esas personas que dan luz al mundo y que iluminan las vidas que se le aproximan en algún momento. Así lo reconocen quienes la conocieron. Persona callada, de voz dulce, y tan queda que había que escuchar siempre en silencio. No se perdió una lucha social: contra el aparcamiento de la avenida de la Fama, por la llegada del AVE soterrado a Murcia y, cómo no, los grandes temas que siempre la movieron: la escuela pública, las pensiones, la sanidad… Podríamos decir, y no nos equivocaríamos, que Adela dio hasta su último aliento (tan castigado en la última parte de su vida) por una sociedad más justa y solidaria. En los últimos tiempos, víctima del EPOC que la aquejaba, alternaba su participación en luchas urbanas con sus estancias en hospitales.

Volcada en sus amigos, interesándose siempre por sus vidas y su salud, y dedicada, sobre todo, a su familia, a sus hijos, sus nietas, sus bisnietas… Adela fue siempre una gallina clueca, feliz de tener en torno suyo a todos sus polluelos, de cocinar para ellos, de acompañarlos, de vivirlos.

Quizás fueran las lecturas, quizás fuera su madre, sus abuelos (inolvidables el yayo y la yaya), o sus amistades… Todos confluían en colocarla del lado de los desfavorecidos de la historia, luchando por lo público, por la sanidad, por la enseñanza…

Adela fue una lectora voraz, que devoraba libros. Sabía que eran los mejores abridores de mente que existen, pero que también eran puros objetos para disfrutarlos en el momento, así que después no tenía el más mínimo reparo de prescindir de ellos. Traperos de Emaús era el destino más recurrente para aquellos volúmenes cuando se amontonaban en su hogar más de lo que consideraba prudente, llevándolos a un lugar en el que, estaba convencida, podrían servir de refugio y apoyo para otras personas que no podían comprarlos.

Así era Adela.